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Bailes de Salón

Borja Morais Pacheco (Madrid) | Hace tres días que tenía que haber entregado esta columna. Este espacio personal que se me ha brindado merece mi todo para convertirse, poco a poco, en mi sala de estar, procurando encontrar ese difícil equilibrio entre presencia y esencia. De lo contrario, corro el riesgo de transformarlo en el salón de un piso estudiantil -por exceso- o en el vestíbulo de un hotel de lujo -por defecto-. Puede decirse que he pasado unos días en salones de casas ajenas, como si fueran las vacaciones de verano o las cenas de navidad. Unos días en los que mi intimidad ha sido compartida, banalizada incluso, en pos de un sentimiento primario y pasional que, como todos los sentimientos primarios y pasionales, ha sido intenso y fulgurante. Como las vacaciones de verano o las cenas de navidad.

Tres días es una cifra redonda en cuanto a luto se refiere, así que sin buscarlo adrede esta es mi forma de recordar a Gistau, allá donde esté, aún consciente de que no hay mejor manera de hacerlo que releyéndole. Mi admiración hacia Él comenzó mucho antes de lo que creía. Empecé a leerlo con atención hace unos meses, cuando saltó la noticia de que había caído de forma fulminante mientras practicaba boxeo. Me sorprendió que muchas de sus columnas las había leído en su momento sin prestar atención a quién las escribía, a pesar de la fuerza con la que resuena su firma. No sé en qué estaría pensando, pero a veces me pasa. Supongo que es lo máximo a lo que un escritor, que era lo que él se consideraba y lo que para mí es desde que lo leo con conocimiento de causa, puede aspirar: a que su obra trascienda por encima de su nombre, por muy potente que este resuene.

Hace tres días que esta columna debía estar entregada, revisada y publicada. Hace tres días que esta sala de estar hubiera tenido un diseño concreto, decorado con ilusión y respeto. Hace tres días esta columna hubiera hablado de otra cosa porque hace tres días uno de los diseñadores a los que siempre tengo en mente cuando mis manos teclean y añaden y borran y reescriben aún seguía vivo. No lo conocía personalmente ni falta que me hacía. A los que sí lo hacían los he leído en sus textos póstumos asegurando que cuidarán de su mujer y de sus hijos, que es lo que él hubiera querido. Los que le admiramos, en presente, tenemos el deber de preservar su legado. De procurar que lo que ya no escribirá no eclipse a todo lo que ha escrito sobre todo lo que ha opinado.

No envidio de los grandes escritores su talento ni su trayectoria ni su forma de percibir y plasmar la realidad. No hay competencia en esto de la escritura y la literatura. Si hay algo que envidio es su capacidad y su falta de miedo para mostrarse desprotegidos, en un mundo copado de gente cuya felicidad surge de la desgracia ajena. Y en esto, permíteme la confianza, querido David, estabas muy por encima del resto incluso cuando pisabas el mismo suelo que nosotros. Ya lo decía tu adorado Hemingway: “las mejores personas poseen sensibilidad para la belleza, valor para enfrentar riesgos, disciplina para decir la verdad y capacidad para sacrificarse. Irónicamente, estas virtudes los hacen vulnerables; frecuentemente se los lastima, a veces se los destruye».

No creo que él cumpliera con todas las virtudes que predicaba y no soy apto para decir si tú las poseías. Lo que sí me atrevo a señalar es que, habiéndoos leído a los dos, nada tienen que anhelar tus textos de los suyos. Así que Descansa En Paz, al menos como ídolo y referente, porque tu legado está en buenas manos.

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Lora Helmin

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