En el curso 1979-1980 se incorporó al claustro del CEU San Pablo de València como profesor de Derecho Natural y Filosofía del Derecho. Dos años después fue nombrado Director del Instituto de Cursos de Postgrado del CEU San Pablo de València, desde donde impulsó la implantación de las titulaciones de Ciencias de la Comunicación en València: Periodismo, Publicidad y Relaciones Públicas y Comunicación Audiovisual. Fue fundador de la Facultad de Ciencias de la Información del CEU San Pablo de València y decano desde 1986 hasta 1996. En esos años promovió la creación de la Universidad CEU Cardenal Herrera, que recogía todas las titulaciones que se impartían hasta ese momento en régimen de adscripción a las universidades valencianas. La ley fue aprobaba por las Corts Valencianes en diciembre de 1999.
Navarro de Luján ha desempeñado diversos cargos en la Fundación Universitaria San Pablo-CEU en la Comunitat Valenciana, subdirector general (1996-2000) y director de centros (2000-2003). Durante el mandato de la rectora Rosa Visiedo fue director de Proyección Social y Cultural de la Universidad CEU Cardenal Herrera. Todos estos años ha impartido clases en las materias de Derecho de la Información y Libertades Públicas. Es abogado de los Ilustres Colegios de Abogados de València y Cuenca desde 1976, con despacho profesional en València y presidente de la Junta Nacional de las Semanas Sociales de España por nombramiento de la Conferencia Episcopal.
Vicente Navarro de Luján (Valencia) | Sin duda que son unos días tristes, al menos para las personas de mi generación que vivimos el franquismo y que desde nuestra juventud admirábamos y añorábamos lo que estaba pasando en Europa, donde se iba construyendo un proyecto político de unidad económica, social y de superación de fronteras nacionales, proceso del cual España estaba ajena porque en nuestro país no regía un modelo democrático. Nos hallábamos aislados políticamente y era imposible nuestra integración en lo que se venía forjando desde el Tratado de Roma.
Y estos días presentes son tristes, porque se acaba de consumar el llamado “brexit”, la salida del Reino Unido de la Unión Europea, cuyas consecuencias en todos los órdenes son todavía un misterio, tanto para los británicos como para el resto de los europeos. Es verdad que la integración británica en la construcción de la Unión Europea ha sido lenta y compleja, hasta el punto de no aplicarse en aquel territorio tratados tan importantes como el de la conjunción monetaria, de modo que el euro nunca ha sido moneda oficial allí, aun cuando en la práctica sí que ha sido aceptada como instrumento de pago y de cambio.
Yo recuerdo perfectamente los mensajes televisados del Presidente de la República Francesa, Charles De Gaulle, en los que reiteradamente hacía público su veto –al cual tenía derecho por los tratados europeos- que impedía la entrada de Gran Bretaña en la dinámica de integración europea. En el fondo, el General De Gaulle temía que Gran Bretaña se convirtiera en una suerte de “caballo de Troya”, pendiente de los Estados Unidos, que dificultara el proceso de unión del que se trataba, porque, efectivamente, los grandes enemigos de la unificación europea fueron y son los Estados Unidos de América y la entonces Unión Soviética –hoy Rusia, con la misma estrategia política-, ya que, en definitiva, una Europa plenamente unida y conjuntada suponía la aparición en el escenario político internacional de un protagonista de singular importancia que pondría en cuestión la hegemonía geo-estratégica de USA y de la URSS, hoy Rusia.
Curiosamente, uno de los padres ideológicos de la necesidad de que Europa se uniera políticamente fue nada menos que Churchill, lo cual normalmente se olvida, pues entendió tras la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial que el aseguramiento de la paz europea sólo podía venir desde la superación de los nacionalismos continentales, origen de las dos grandes guerras mundiales, y la llegada a un proyecto común que superara las tensiones a base de crear un marco de intereses comunes, no sólo en el plano de lo económico, sino en el ideológico, pues todos los países europeos eran herederos de un pensamiento común, hijo de la aportación filosófica griega, del genio jurídico romano y de la visión antropológica de la tradición judía y cristiana.
Esta era la base a partir de la cual los grandes padres de la idea de una Europa conjuntada, auténticos profetas de un horizonte europeo casi ilimitado, comenzar a construir un proyecto que parecía utópico e imposible, pero que hoy con todos sus defectos y limitaciones es una realidad eficiente. Grandes políticos, visionarios en el mejor sentido del término y no sometidos a la anécdota del mezquino día a día. Hablo de Robert Schuman, Adenauer, Jean Monnet, De Gasperi, Paul-Henri Spaak, Walter Hallstein, Spinelli, etc. El problema es que, a veces, no somos conscientes de lo que se ha avanzado y se pierde la sensibilidad para apreciar lo andado: los europeos circulamos por el Continente sin pasaporte, pagamos con la misma moneda, nuestro jóvenes se recorren el territorio europeo como antes lo hacíamos nosotros entre las provincias españolas y la ósmosis cultural generada ha hecho que, a través de propuestas europeas como el programa “Erasmus” u otros, nuestros jóvenes consideren ya todo el territorio europeo como su propia casa.
Es cierto; de la misma forma que cualquiera de nosotros no valora el milagro de la luz del sol en cada amanecer, y lo da como cosa hecha, la opinión pública de nuestros países no es capaz de tomar conciencia de lo mucho que se ha avanzado en cinco décadas, con creciente unificación jurídica, con instituciones comunes que preservan los derechos ciudadanos de los naturales de cualquier país europeo, con programas culturales y de preservación del patrimonio que han supuesto grandes logros, con ayuda al desarrollo a los estados más depauperados de la Unión (dígase de Portugal, Grecia, de los países adheridos procedentes de la Europa oriental, o de la propia España, en sus comunicaciones o apoyo al sector agrario, etc.)
Es verdad, y de ello me lamento, que en estos momentos la enorme ilusión paneuropea de los años 50 ó 60 se ha mitigado y ahora nos penetra una suerte de apatía y lejanía sobre este proyecto político, hasta el punto de que el propio proceso del “brexit” –sin duda, un drama por el conjunto de los ciudadanos europeos- ya va pasando a las páginas segundas o terceras de los medios de comunicación escritos y ya yo ocupa el frontal de los medios audiovisuales. Europa vive un momento complicado, porque ha perdido la ilusión y el empeño de ser ella misma, con una personalidad histórica inigualable, porque en su territorio ha vuelto a renacer con ferocidad la lacra del nacionalismo y la valoración histérica de las diferencias, porque hemos entrado en una pulsión suicida por sobrevalorar lo que nos diferencia y no sedimentar todo aquello que nos une profundamente. Siempre habrá tiempo para recapacitar. Así lo deseo, pues el sueño europeo ni fue, ni es, una pasión inútil.