Borja Morais Pacheco (Madrid) | Lo recuerdo perfectamente. Estábamos en un restaurante de apariencia americana, de los que necesitan estar decorados con camisetas de baloncesto, guantes de béisbol, palos de hockey y maniquíes de los Blues Brothers para dejar clara su identidad y que, sin embargo, carece de la esencia que atesora la sencillez de un Quality Cafe o el carisma de un Diner. Hacía un par de años que había respondido a la pregunta sobre si quería jugar al fútbol o ser futbolista y ya conocía, como un náufrago conoce su isla, el sacrificio que acarreaba el haber optado por la segunda opción.
Fue entonces cuando mi representante me propuso firmar por un equipo de 2ª división. Acababa de salir de una de las mejores canteras de España y, por supuesto, esperaba ofertas interesantes que me quitaran de la cabeza la sensación de fracaso que arrastraba. Sin embargo, era evidente que aún no estaba preparado para jugar en una categoría así, ni como persona ni como jugador. Solo había competido -de forma irregular- un año como juvenil y ni siquiera lo había hecho en División de Honor. Tampoco mis condiciones estaban lo bastante desarrolladas como para dar ese salto. Aún así, los contactos de mi agente, el excesivo y soez salario del que iba a disponer y la posibilidad real de convertirme en profesional pese a mi corta edad, eran motivos suficientes para que el 75% de esa mesa estuviera de acuerdo en aceptar la propuesta y lanzarme al vacío con la misma y desmedida pasión inconsciente con la que un cantante se tira a un público compuesto por una persona.
En el otro extremo de la balanza se encontraba el razonamiento de quién no entendía de deporte como forma de vida, pero sí de la vida. En medio de aquella vorágine de tóxico entusiasmo, la figura de mi madre -la única que a pesar de no tener ni idea de fútbol, o quizá por ello, siempre opinó desde la perspectiva más amplia y periférica- se alzó, para primero alegrarse por la oportunidad y, acto seguido, manifestar la cuestión que copa este texto.
En American Beauty Lester Burnham, el personaje interpretado por Kevin Spacey, tira un plato de espárragos contra la pared para captar la atención de su mujer y su hija y, ante el atónito silencio de ambas, reprochar que nunca le habían tenido en cuenta y que ya era hora de que eso cambiara. Mi madre se metió por primera vez en un tema en el que mi padre se había erigido como tutor y responsable, consiguiendo, con una frase lapidaria en lugar de un plato roto, el mismo y eficaz impacto.
Sin tener el bachillerato acabado, era evidente que todos mis esfuerzos iban a girar en torno a mi incipiente carrera profesional, y aunque no me planteaba abandonar el lado académico, podía suceder que, si todo salía como uno siempre espera cuando surge la ocasión, los estudios fueran cada vez más relegados hasta convertirse en una carga en lugar de en una utilidad. ¿Cuándo un futbolista ha agradecido una victoria, ¡qué coño una victoria!, un buen entrenamiento al hecho de tener estudios?
Tras el inexorable argumento anterior, tocaba lidiar con el panorama más pesimista, tan desagradable como tangible: ¿Y si mi trayectoria se zanjaba con una grave lesión? Por supuesto, es una disyuntiva tabú a la que nadie en el mundo del deporte hace alusión de forma directa, debido al hedonismo que lo envuelve y donde todos los partícipes están programados para triunfar. Nunca he visto a ningún piloto acabar una carrera dando gracias por seguir vivo.
En lo que a mí respecta, me resultaba tan improbable la posibilidad de lesionarme como improbable era en aquel momento una reunión de Guns n´ Roses o la muerte de Fidel Castro. Tras una larga discusión, las tornas cambiaron y la intervención de la oposición tuvo la eficacia de un púgil ante un saco de boxeo. Aunque sabía que mi progenitora tenía toda la razón y que el riesgo de saltar etapas en lugar de quemarlas justificaba el poder ignorar la reconfortante sensación de ese fuego, durante años tuve la impresión de que dejé pasar un tren por el que tantos darían lo que fuera por escuchar tan solo su bocina, con la resignación con la que un ludópata abandona un casino tras haber tenido su primera noche ganadora en años.
“No existe el destino, solo existen opciones diferentes” (Jim Carrey en El número 23)
De este modo, fui pasando cursos y cambiando de equipos y cumpliendo años. Por no tener la suerte necesaria en ocasiones puntuales y por no esforzarme lo suficiente el resto del tiempo, me tocó curtirme en la siempre competitiva Tercera División madrileña a la vez que estudiaba, sin tomarme demasiado en serio una carrera como es Periodismo.
Ser un tercerola es como ser un becario: beneficioso en su justa media, frustrante si se alarga por encima de un corto periodo.
A pesar de que el hecho de ser sub-23 me abría opciones de Segunda B, eran puertas que, como las de una comisaría o un hospital, no suelen ser recomendables cruzar. Desde equipos que exigían un periodo de prueba -algo que ni me planteaba debido a que el riesgo es infinitamente superior a la posibilidad de éxito- hasta conjuntos que ahora hacen historia en la máxima categoría y cuyo interés por mi residía exclusivamente en mi edad, fui eludiendo propuestas capciosas como un turista rechaza bolsos de imitación en el Bazar de Estambul.
Por ley, todos los equipos de Segunda B y Tercera deben guardar un mínimo de fichas para jugadores menores de veintitrés años. Con veintiuno recién cumplidos, todavía tenía margen para triunfar en el fútbol, entendiendo ”triunfar” como vivir de ello. No es cuestión de bajar el listón, sino de ser consciente de que muchos son los llamados, pocos los elegidos y entre ellos existe una larga lista de jugadores envidiados por los primeros y ninguneados por los segundos. Mi “condicionada” trayectoria deportiva transcurría lenta pero progresivamente, como las horas de espera antes de una primera cita. Tras un primer año de adaptación y un segundo de asentamiento como senior, tocaba dar un paso al frente y sobresalir en una categoría que ya conocía como un perro conoce el camino de vuelta a casa. El penúltimo año como sub-23 coincidía con mi último curso en la carrera, así que el propósito era jugar -dado que no había una opción que me convenciera para ascender de división- en un equipo puntal de Tercera cuyo estilo fuera idóneo para destacar con la esperanza de que, si todo salía como estaba previsto, pudiera afrontar la siguiente y crucial temporada en 2ºB con garantías que fueran más allá de mi edad. Y así sucedió.
Tras tres meses de competición y liderando la clasificación, mi rendimiento había llamado la atención no solo de conjuntos de la Categoría de Bronce, sino de clubes de Primera División que tenían a sus filiales en ella. Una oportunidad, la de fichar por un filial, que se tornaba como la más esperanzadora última bala deportiva, con la universidad acabada, el objetivo parental conseguido y la posibilidad -al fin- real de dedicar todo mi tiempo a acertar en el blanco. A positive anything is better than a negative nothing (Cartel colgado en el vestuario de los Cardinals de Arizona)
Con diciembre poniéndole el abrigo a la Navidad y tras uno de los últimos entrenamientos del año, recibí una llamada de esas que todo cliente desea escuchar y todo representante hacer. Un equipo de Segunda División había hecho una oferta formal para el resto del año y la siguiente temporada. ¿Las condiciones? Firmar ipso facto, seis meses en el filial, que por esos tiempos andaba colista de tercera, y un contrato de un año con el primer equipo.
Medio año en el que, en pos de un objetivo mayor, sufrí los desengaños que producen las promesas orales, tan evidentemente implícitas que no necesitarían plasmarse en papel. Sin embargo, solo reafirmé lo que aprendió Jerry Maguire: en el mundo del deporte, la palabra de un hombre puede ser más fuerte que un roble, pero si no está por escrito, puede ser tan inútil como robar un banco un sábado.
A final de esa temporada, mis entrenamientos con la plantilla profesional fueron, como me aseguraron, multiplicándose con el transcurso del tiempo, aunque se olvidaron de matizar que 0 solo tiene un múltiplo. El encrespamiento, cuando se da en todo lo que es personal, solo perjudica a uno mismo. Mi nula presencia con el primer equipo, y fruto de esto, mi testimonial intervención en la a posteriori salvación del filial, provocaron que el club me declarara transferible.
“Lo único que merece la pena es lo imposible, todo lo demás es puto gris“ (Mark Wahlberg en El Jugador)
Con un contrato como el que tenía y con la ventaja de ser sub-23 un año más, era fácilmente vendible para equipos punteros de 2ºB. Sin embargo mi propósito era, con la carrera ya terminada, centrar todo el verano en un trabajo específico para la pretemporada y demostrar al recién llegado entrenador, del mismo modo que un niño demuestra a su padre que puede montar en bici sin manos, que estaba listo para correr el riesgo.
Transcurrida más de la mitad de pretemporada me iba encontrando cada vez más adaptado al ritmo, al equipo y al estilo de juego, por lo que era indudable que en algún momento todo debía converger como una balada en un día de lluvia. Y eso ocurrió en el Fernando Torres, campo del Fuenlabrada C.F.
Ese día, el míster formó un once inicial repleto de posibles descartes y factibles suplentes para enfrentarse a un equipo asentado en la División de Bronce. Mis sensaciones eran tan positivas que no había cabida a tradicionales supersticiones como la que cerciora que un mal calentamiento previo es sinónimo de un buen encuentro. Todo en el ambiente fluía como un slinky en las escaleras del Burj Khalifa y solo quedaba afrontar el inicio del encuentro con la seguridad y el afán insensato de quien se monta en una atracción de feria.
Para una persona con ínfulas melómanas es un número tabú. Como amante de la música y admirador del total de miembros que ocupan este selecto club, también lo es para mí. Sin embargo, y aún sin haberlos cumplido, el veintisiete se convirtió en un número distinto ese tres de agosto de hace cuatro años.
Corría el particular minuto cuando, en una jugada que había hecho unas mil veces antes, la pierna de apoyo no siguió al resto del cuerpo y se dobló por donde no está hecha para ello. A día de hoy, solo guardo dos recuerdos posteriores a ese momento. Lo estremecedor que es el sonido de una rama rota cuando resuena en tu propio cuerpo y las primeras palabras que, nada más llegar al hospital, me dijo la única persona que a pesar de no tener ni idea de fútbol –o quizá por ello- siempre ha opinado desde la perspectiva más amplia y periférica: “Qué bien has jugado”.
Y así, diez años, una carrera, dos operaciones y otras tantas inquietudes después, puedo agradecer la decisión que tomé en ese restaurante americano con la certeza que solo te da la retrospectiva. La vida ha seguido con el ritmo constante que le otorgan los días. Yo ya no soy futbolista, pero el Fernando Torres de Fuenlabrada sigue siendo un estadio que ha vivido noches memorables.
Algunos lo seguiremos recordando por otros motivos. No más tristes, solo distintos. Seguramente en otro artículo de similar desenlace pero diferente comienzo aún seguiría intentando “triunfar”. Yo opté por andar otros caminos, ya que como zanja Ray Loriga en el soberbio Rendición: “Uno tiene que saber cuándo su tiempo ya ha pasado. Y aprender a admirar otras victorias.”