Una nueva oportunidad

En Granada Social los sábados son el momento de reflexión de la semana. Un amplio abanico de expertos en Comunicación Social tendrán en esta plataforma una tribuna para reflexionar sobre la comunicación, el periodismo y la participación ciudadana. Hoy contamos con la reflexión de un auténtico hombre de letras. Licenciado en Derecho por la Universidad de Granada y periodista durante más de 15 años en diferentes medios, en la actualidad es asesor del Grupo Municipal Socialista en el Ayuntamiento de Granada. Le gusta definirse como zurdo de pensamiento, palabra, obra y omisión. Hoy contamos con la opinión de Juanjo Ibáñez

Juanjo Ibáñez (Granada) | El tiempo es así de curioso. Si hace uno o dos años hubiese tenido la oportunidad de escribir o reflexionar sobre la socialdemocracia, estoy convencido de que el resultado hubiese tenido un tono pesimista, un tono incluso melancólico, añorando aquellos tiempos en los que la socialdemocracia era esa corriente ideológica imperante en toda Europa, capaz de diseñar una arquitectura (en aquel momento) inquebrantable que había logrado estrechar las desigualdades, paliar los efectos de la pobreza y acercarnos a una felicidad nunca vista, al menos situada en el extremo opuesto de ese estado de ánimo predominante en una Europa arrasada por las dos guerras mundiales. Y es así porque desde que apareció la crisis del 2008 llevándose por delante economías, gobiernos, empleos y derechos, la socialdemocracia quedó herida, casi muerta, ante el regocijo de quienes, al abrigo de esa crisis, no tardaron en señalar todos los progresos anteriores como auténticos responsables de la situación vivida. Recuerden la frase “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. Y todos compramos esa y otras frases más que, colgadas como sambenitos, señalaban a los fracasados socialdemócratas que tras décadas de despilfarro habían conducido al mundo entero a una crisis de proporciones bíblicas, con la intención de distraernos de que esa maldita crisis, tuvo su origen en los desmanes de unos mercados a los que se dejó de controlar, en unos bancos que jugaron a ser dioses en un Olimpo en el que las reglas del juego habían sido borradas por gobiernos conservadores que abonaron el terreno, como sucedió con Aznar en España y su Ley del Suelo.

Sin embargo, el contexto actual es diferente. Algunos de los países PIGS, esos estados satanizados por las economías del norte y a los que se responsabilizó de ser un lastre para el crecimiento europeo debido a las ingentes cantidades de fondos que tenían que llegar a sus destartaladas economías, han dado un puñetazo en la mesa y son los primeros en decir basta a las políticas austericidas que vinieron impuestas por los técnicos ultraneoliberaes, que llegaron para expiar nuestros pecados progresistas. Como si de la Inquisición se tratase, aparecieron enarbolando el libro de la Verdad, la única posible, la de la regla del gasto, la del equilibrio presupuestario, la de los recortes, ensanchando las diferencias entre ricos y pobres a unos niveles olvidados ya.

Así fue como la tan denostada socialdemocracia fue reconocida, una vez más como una herramienta necesaria, como un contrapoder que debía recuperar su presencia en el tablero mundial para equilibrar unos desajustes salvajes y nada inocentes. Pero había un problema, el mundo al que salvar no era el mismo que el de los años posteriores a la finalización de la II Guerra Mundial, con un planeta dividido en dos bloques y con una Guerra Fría como eje de la geoestrategia política. Y ahí se sintió el vacío, la desconexión con una sociedad a la que no se entendía, pues había dejado de responder a los modelos clásicos de una manera radical, y con una sociedad que había picado el anzuelo de la frase fácil, del argumento simple que señalaba a la socialdemocracia como la causante del cisma.

Y en cierto modo había muchas razones para que esa fractura entre sociedad y política social que, entre otros rasgos puede definir a la socialdemocracia, hubiese sido definitiva. Por un lado, tal y como escribe José Fernández Albertos en un artículo de El País, “las bases sociales tradicionales socialdemócratas se han empequeñecido: la progresiva desindustrialización hace que cada vez haya menos trabajadores de cuello azul en nuestras sociedades, y los Estados hoy no pueden o no quieren acompañar esta transformación económica con una expansión de la sanidad, educación y servicios sociales que justifique un mayor empleo público, otra de las bases tradicionales de estos partidos”. Esta reflexión se puede unir a la de Mark Lilla, en su libro “El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad”, en el que viene a señalar la excesiva preocupación que algunas formaciones socialdemócratas han tenido siempre por ser el partido de las identidades minoritarias lo que, a su juicio los llevó a dejar de ser grandes formaciones en las que las minorías podrían sentirse representadas cómodamente, a partidos minoritarios donde ni si quiera las minorías podrían encontrar acomodo por desaparecer su voz diluida entre un auténtico campo de grillos.

Esos partidos socialdemócratas, padres de grandes proyectos como el de la Unión Europea, hacen aguas en un período histórico en el que ideas que fueron sus banderas ahora son abandonadas y pisoteadas por los populistas que se han encaramado a las atalayas en las que antes sonaban discursos de igualdad, discursos de derechos, discursos globalizados, discursos transfronterizos, para ser tapados por voces repletas de odio, de incultura, de insensibilidad y de diferenciación. Y en ese brutal frenazo, la socialdemocracia saltó por los aires quedando conmocionada, intentando agarrarse a relatos impropios, buscando acomodo en camisas que no eran las suyas y que, en consecuencia, eran incómodas. ¿Alguien puede entender el papel del laborismo británico en el Brexit? ¿Alguien puede comprender la reforma del 135 de la Constitución hecha por Zapatero? ¿Alguien puede entender la pérdida de voz del SPD alemán durante tantos años a la sombra de la CDU?

Hoy día, España y Portugal son los países de la esperanza. En ellos anida el grito de rebeldía de quienes todavía sienten que la batalla no está perdida y que la Economía sirve también para acabar con la desigualdad, para construir espacios de entendimiento donde crecer no es sinónimo de empobrecer. Si bien es cierto que hay aspectos discursivos y políticos donde el relato socialdemócrata se ha distanciado tanto de la sociedad que va a ser imposible una nueva unión, hay otra serie de retos donde las políticas de izquierda tienen la responsabilidad de liderar una transformación necesaria: medio ambiente y cambio climático; entornos urbanos más humanos; igualdad entre personas; equilibrio territorial; el feminismo. Ahí hay espacio para la lucha. También en la recuperación de aquella idea de Europa, la de la Unión de estados, la de la solidaridad territorial, la de una política común frente a los agentes externos e internos que desean devolvernos a los tiempos en los que la diferencia era la gasolina que incendiaba las cancillerías. Más Sócrates y menos Salvinis. Al fin y al cabo, de eso se trata, de volver a recuperar la necesidad de una política que sitúe a la gente y no a los mercados en el centro de la diana. Hay que despojarse de los mantras que los neoliberales han instalado a través de toda su industria mediática en todas partes porque, como España y Portugal están demostrando, el mundo puede ser un lugar mucho mejor.

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